jueves, 8 de diciembre de 2011

INVOCACION AL AGUA – WILLIAM OSPINA

William Ospina

Invocación al agua

Por: William Ospina
Fragmento del texto leído en Medellín en el Diálogo Interamericano del Agua.

El agua es infinitas cosas para la humanidad. No está sólo llena de propiedades físicas y químicas, de virtudes nutritivas y terapéuticas, de valores higiénicos y económicos; está cargada de memoria y de lenguaje, de leyendas y de mitologías, de símbolos y metáforas que nos ayudan tanto a vivir como su capacidad de saciar la sed y de lavar el mundo.

El agua, como todas las cosas, y un poco más que todas las cosas, no puede agotarse en una fórmula química, ni en un tratado de hidrología o de hidráulica, ni puede considerarse meramente un recurso natural, ni un servicio público, ni una materia prima, ni una reserva económica.

El agua es todo eso y mucho más, y de la conservación de esa pluralidad de formas y estados, de significados y símbolos, de mitos y leyendas, de ceremonias y ritos, depende no sólo su propia integridad sino la integridad de nuestra vida y de nuestra imaginación, la salud de nuestras comunidades y la salud de la civilización.

Todavía por encima de las ceremonias de bautizo de cristianos y de judíos, de los ritos del agua de musulmanes y de hinduistas, de los rituales nocturnos de Varanasi, junto al río, cuando sube el incienso y se honra el alcanfor y se venera el sándalo y el agua es celebrada entre humaredas y fuegos al soplo fascinante de los mantras antiguos; más allá de los versos de Whitman a la hierba que crece donde hay tierra y hay agua, y al aire común que baña el planeta; más allá de todo lo que la cultura y sus memorias puedan decir sobre ella, hay algo más secreto y más poderoso en juego, y es lo que el agua significa en nuestro corazón para cada uno de nosotros.

Porque en resumen es eso: esa gota de luz, esa perla de sudor, esa saliva íntima, esa lágrima extrema que condensa nuestras emociones profundas, el esfuerzo, el deleite, el afecto más hondo, lo que le da a esta sustancia que casi no nos atrevemos a llamar simplemente sustancia, a este elemento que casi ni siquiera osamos llamar elemento, su poder misterioso y sagrado.

La convicción de que, llenando toda nuestra sustancia humana, porque nuestro cuerpo es casi todo agua, siendo en gran medida nosotros mismos, el agua conserva siempre sin embargo algo inaccesible e incomprensible. “De las sustancias químicas la más estudiada, la menos entendida”, ha dicho John Emsley. Una lluvia benéfica, un río que no cesa, un mar lleno de memoria, una suerte de destello sobrenatural, que nos hace rozar por instantes el secreto de la inmortalidad, y sentir una música eterna.

Entonces ya no queremos limitarnos a pensar, a teorizar o a describir; sentimos la necesidad de cantar, y más aún, con todo su sentido pagano de celebración y de fiesta, se diría que sentimos como Hölderlin la necesidad de rezar, de alzar una oración a lo que se oculta en la transparencia, a lo que se retiene en la prodigalidad.

Una oración a ese misterio benéfico que fecunda los surcos y despliega las plantas, que baña las heridas y purifica los cuerpos, que arrulla en la noche los pensamientos y los sueños, que corre lleno de nutrientes y de fuerzas vitales por nuestras venas, y que ojalá alcance siempre para todos el tesoro de un vaso de frescura y de vida a la hora de la sed y a la hora de la agonía.

Es lo que dice Borges en su “Poema del cuarto elemento”: Agua, te lo suplico, por este soñoliento/ Enlace de numéricas palabras que te digo,/ Acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo,/ No faltes a mis labios en el postrer momento.

Y quisiera añadir otra plegaria. Una que nos recuerda que aunque todos amamos y agradecemos el agua universal, también el agua tiene a menudo para nuestro corazón un nombre cercano, es el agua de un lugar, el agua de la infancia, el tejido de cauces por el que ha discurrido nuestra vida, y hay que saber nombrarlo en cada aldea con el mismo amor con que los hindúes nombran el Ganges y los barqueros del Níger el río de sus dolores y sus sueños. Es el poema de Pablo Neruda que se llama “Recuerdo el mar”.

Chileno, has ido al mar en este tiempo?/ Anda en mi nombre, moja tus manos y levántalas/ y yo desde otras tierras adoraré esas gotas/ que caen desde el agua infinita en tu rostro./ Yo conozco, he vivido toda la costa mía,/ el grueso mar del Norte, de los páramos, hasta/ el peso tempestuoso de la espuma en las islas./ Recuerdo el mar, las costas agrietadas y férreas/ de Coquimbo, las aguas altaneras de Tralca,/ las solitarias olas del Sur, que me crearon./ Recuerdo en Puerto Montt o en las islas, de noche,/ al volver por la playa, la embarcación que espera,/ y nuestros pies dejaban en sus huellas el fuego,/ las llamas misteriosas de un dios fosforescente./ Cada pisada era un reguero de fósforo./ Íbamos escribiendo con estrellas la tierra./ Y en el mar resbalando la barca sacudía/ un ramaje de fuego marino, de luciérnagas,/ una ola innumerable de ojos que despertaban/ una vez y volvían a dormir en su abismo.

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